viernes, 19 de septiembre de 2014

Vaso vacío

Era una noche casi sin luces. Abominaban los claroscuros bajo el cuarto menguante, que por momentos se extinguía tras las nubes y tornaba el ambiente de un color sepia funesto.
Luego de un día fatídico, acostumbraba a beber hasta retorcerme en la taberna en compañía de comerciantes, oficinistas y demás gente importante que, al igual que yo, intentaban olvidar su infelicidad en los besos de un licor, coñac, vodka o whiski antes de volver con sus familias.
A diferencia de ellos, yo era solo, es decir… miserable.

No tenía por quien preocuparme, ni quién se preocupara por mí. Y de hecho, si no regresaba a casa por unos días, no había inconvenientes ya que la dueña del hospedaje se aseguraba de cobrarme el mes por adelantado. De todas maneras, no podía quejarme. La gente, vecinos y colegas me respetaban. Había ganado algo de fama en ese periódico añejo o más bien anticuado, diría yo. En mis tiempos, no vendíamos nuestra postura ni cambiábamos de opinión cada cuatro años.
En fin, el caso es que aquella noche bebí moderadamente. No podría decir lo mismo en cuanto a la comida, ya que me engullí carnes de cordero, ternero y cerdo en el asado junto a mis compañeros de trabajo. Un buen busca vidas / poeta u escritor, como deseen denominarme; sabe aprovechar este tipo de ocasiones para saciar su hambre. Pues como verán, también sufrimos canonizaciones y demás apelativos por parte de la pseudo-oligarquía que nos califica de gastar nuestro dinero en bebidas y apuestas. Por lo pronto intentaré no detenerme más en los detalles y trataré de continuar con el relato acerca del extraño suceso acontecido aquella noche.
Fue así como salimos de la reunión con Antonio, direccionándonos a un determinado sector de la ciudad debido a la proximidad de nuestros domicilios. Yo creí estar satisfechos, pero al parecer, mi colega tenía sed de festines y la taberna cerraba a las dos de la madrugada debido a la ley seca implementada por bromatología. Cinco minutos antes nos echaron descortésmente. Por ello, siguiendo la marcha de Antonio, de espíritu e ímpetu un poco complicados, fuimos a parar a un bar de mala muerte en donde vendían bebidas envueltas en papel de diario.
Ya sin paradas intermediarias, mi querido camarada, intercalaba pasos improvisados bajo la llovizna del tiempo que nos confundía en el alborear sepia. Cuando por fin llegamos a su casa, pasamos a la sala; me puse cómodo sobre un sillón mientras admiraba la decoración tradicional y tomamos el dichoso doble-v al estilo on de rocks.
Me llamó poderosamente la atención que Antonio sirviera tres copas. De pronto, a lo lejos se asomó una silueta. Salió de una pieza, avanzando firmemente hacia donde nos encontrábamos sentados. De repente frenó, se dirigió hacia la silla ubicada a mi derecha, se sentó, disponiéndose a beber con nosotros. Miré aterrado a mi compañero. Él se dio cuenta de mi estado de paranoia por la mirada. Enmudecí. No me salió una sola palabra, hasta que Antonio, al cabo de un instante dijo: - “Él es mi tío”. Yo creí estar horriblemente confundido. No giré la vista hasta terminar mi copa, sin haberme imaginado jamás que esa duda no me la podría explicar nunca, al advertir que  a mi lado no había nadie, solo una silla desocupada y sobre la meza un vaso vacío.-

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