Catalino Gómez era un viejo muy retobado. Ya de mozo había heredado una suma importante de estancias y ganado por parte de su padre. Toda su infancia estuvo colmada de caprichos y consentimientos. Su juventud, repleta de mujeres codiciosas y malintencionados amigos que toleraron su carácter fastidioso con tal de que la fiesta siguiera a costillas suyas.
Casi sin darse cuenta, comenzó a creer que así como las busconas, todas las personas tenían un precio. De esta manera sobornó en repetidas ocasiones a policías, jueces e inclusive hasta a sus propios compañeros de largas noches de juergas.
Pero entre tantas facilidades, un día se volvió locamente enamorado de una muchacha a la cual las riquezas y el bullicio no le llamaban la atención. Esto hizo que Catalino se enfureciera en su desasosiego y obstinación por aquella tierna joven, que ni por casualidad posaba sus bellos ojos en el aquél mujeriego.
En varias oportunidades intentó cortejarla, pero lejos de hallar una respuesta positiva, se dirigió a la casa de los Mendieta para pedir la mano de Ofelia, dispuesto a sobornar a su padre con grandes fortunas.
Una vez casados, pasaron sus días en una lujosa estancia, rodeado de riquezas y muchos empleados. Pero aún así Catalino abandonaba a su esposa e incluso, algunas veces no regresaba durante días hasta haberse gastado en juergas todo su dinero. Se volvió un adicto al juego, a la bebida y como de costumbre a las mujeres. Sus andanzas interminables lo llevaron muchas veces a engañar a su mujer aún delante de la mismísima Ofelia.
Fue así como un día cayó gravemente enfermo. Comenzó a sufrir principios de epilepsia, que lo llevarían a un más que seguro mal de párkinson. Su rostro se volvió pálido, su cuerpo perdió peso y brotáronle debajo de sus ojos ásperos y grisáceos, unas sombrías franjas lúgubres entre sus ojeras.
Una mañana de repente, el viejo cesó. Sus empleados movilizaron los preparativos del funeral. Sólo unos pocos familiares se acercaron a la ostentosa sala en la cual se llevó a cabo el velatorio. Ofelia lloró desconsoladamente a pesar de los infortunios que aquél hombre le había hecho pasar. Cuando llegó la hora de trasladar el cuerpo al cementerio del Paraje Tacuaral, Catalino despertó repentinamente, sentándose y observando aquella increíble situación que a su alrededor se desarrollaba. El mismo hecho se repitió varios meses después.
Ofelia veía la inevitable partida del viejo retobado. A pesar de sus jóvenes años enviudaría, sin haber sido madre, por ende sería la única heredera de todo. En ese momento pensó y diose cuenta de cómo los muchachos la miraban de manera diferente, se sintió el centro de todos los cortejos y se despertó en ella una poderosa ambición junto a la amargura del resentimiento por tantas desgracias sufridas.
Una tarde, Catalino había dado ya por cuarta vez todos los signos de muerte. El suceso anterior se repitió aunque esta vez su mujer fingiera el llanto y con la particularidad de que el encargado de sellar el cajón fuera uno de los pretendientes de la joven viuda. El velatorio se apresuró y como ya nadie fue a despedir al viejito, Ofelia y los empleados ignoraron, al parecer a algunos ruidos que se pudieron escuchar, una vez que había sido enterrado el cajón.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario